Esta semana se celebró la Feria Internacional del Libro del Tribunal Electoral, en ella se contó con un relevante programa académico en el que prestigiadas y prestigiados conferencistas y autores de libros compartieron sus reflexiones sobre importantes temas del Derecho.
Este año, el programa académico estuvo dedicado a la democracia y la justicia electoral; fue un gusto recibir a centenas de personas, en su mayoría a jóvenes, su asistencia es expresión del compromiso e interés de las juventudes con la democracia.
Al hablar de las y los jóvenes, su compromiso e incidencia, resulta pertinente recordar que se están cumpliendo 50 años de los trágicos sucesos de Tlatelolco y es necesario decir que el movimiento estudiantil de 1968 fue determinante para abrir vías democráticas a nuestra nación.
Fueron las y los jóvenes de aquella generación, quienes pusieron el ejemplo de una sociedad más demandante y exigente; de una sociedad que quería ejercer sus derechos y sus libertades.
Varias condiciones se tuvieron que desarrollar y establecer para garantizar en nuestro país elecciones auténticas, en las que se respetara el derecho al sufragio y en donde la democracia encontrara su debido cauce por la vía electoral.
La primera condición que se tuvo que establecer, fue el reconocimiento del propio régimen de que debía abrir el cauce electoral a las tendencias opositoras; a la crítica y al disenso.
La reforma constitucional de 1977 abrió una nueva etapa en el desarrollo político de México. Inició la liberalización del régimen, que conllevó a una mayor inclusión de las voces opositoras en la arena representativa y, con el tiempo, desembocó en la alternancia en el poder y en la construcción de la democracia que hoy tenemos.
Esta reforma es el fundamento de la construcción electoral que hemos logrado a lo largo de cuatro décadas; del reconocimiento de los derechos a la participación política de todas las personas; y de la pluralidad de opiniones e intereses en nuestra vida política.
Las primeras regulaciones del acceso a los medios de comunicación y del financiamiento público para los partidos políticos se dieron justamente con la reforma de 1977, como elementos indispensables para crear un piso mínimo de competencia electoral.
Sin la base electiva, sin una democracia procedimental que funcione adecuadamente y que garantice la libre y pacifica elección de las y los gobernantes, no es posible construir un proyecto que logre que los valores democráticos trasciendan a otros ámbitos de la vida colectiva.
La reforma de 1977 permitió también el reconocimiento oficial del Partido Comunista Mexicano y esta medida fue acompañada después de una Ley de Amnistía, hacia aquellos que habían formado parte de los grupos guerrilleros.
La segunda condición que se tuvo que desarrollar para impulsar a la democracia en nuestro país, fue la de diseñar y construir instituciones electorales independientes del Poder Ejecutivo y del gobierno.
Esto era indispensable, porque a pesar de la apertura del régimen y del surgimiento de legisladores de representación proporcional —que eran una opción para los partidos de oposición— la organización y la calificación de las elecciones seguían estando en manos del orden imperante.
Esta situación entró en crisis en las elecciones federales de 1988, toda vez que para un sector importante de la población el proceso electoral y sus resultados no fueron creíbles.
Además, no existía una opción jurisdiccional consolidada para resolver los problemas poselectorales. De esta manera, las inconformidades y las protestas se canalizaron en las calles, precisamente por no haber cauces institucionales adecuados para tratarlos.
El gobierno de aquella época inició su administración con una clara falta de legitimidad. Así, frente a la aparición de fuertes reclamos sociales, se pensó en el diseño de instituciones independientes que pudieran garantizar elecciones imparciales, equitativas y apegadas a Derecho.
Esto conllevó a la creación del Instituto Federal Electoral, hoy Instituto Nacional Electoral.
En lo que respecta a la justicia electoral, el Tribunal de lo Contencioso Electoral, creado a partir de la reforma constitucional de 1986, fue un antecedente importante, pero limitado. Por ejemplo, se dejó intacta la facultad de los colegios electorales de las cámaras de diputados y senadores para emitir la decisión final en la calificación electoral. De esta forma, se configuró un órgano jurisdiccional, cuyas resoluciones estaban sujetas a la voluntad de los órganos políticos.
Sería hasta la Reforma Constitucional de 1996, cuando se le dio forma al actual Tribunal Electoral y se le integró como parte del Poder Judicial.
El Ministro José Fernando Franco Salas ha señalado que “el gran mérito de la reforma de 1996 fue en dos sentidos: el primero, mediante el fortalecimiento de la autonomía e independencia resolutiva de las instituciones electorales; el segundo, al establecer por primera vez en la historia de nuestro país el control constitucional y legal de las normas generales, actos y resoluciones en materia electoral, tanto federales como locales”.[1]
La Reforma Constitucional de 1996, con la incorporación del Tribunal Electoral al Poder Judicial de la Federación, colocó las bases para uno de los desarrollos más importantes y estables del derecho electoral en México.
Desde entonces, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación pacifica la lucha por el poder político entre actores y partidos políticos y lo hace de forma neutral, imparcial, independiente y apegada a la Constitución y a las reglas del juego democrático.
De lo que se trata la justicia electoral es de que el Derecho regule a la política y no al revés. Esta máxima es indispensable para poder vivir en una auténtica democracia electoral.
Como consecuencia de ello, el Tribunal Electoral defiende los derechos político-electorales de las personas, entendidos como Derechos Humanos.
A su vez, el Tribunal Electoral encabeza causas democráticas de la mayor importancia para alcanzar una sociedad más justa, como lo son la paridad de género y la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, la debida representación de los pueblos y comunidades indígenas en los órganos de representación y gobierno, y los derechos político-electorales de las personas con discapacidad.
Y una tercera condición para la consolidación de la democracia es indiscutiblemente la participación ciudadana.
Desde hace más de 100 años, Francisco I. Madero, decía que “el medio más eficaz de evitar la pérdida de los derechos políticos es ejercitarlos”.[2]
Este postulado se ha confirmado en nuestro país en las elecciones federales y concurrentes de este 2018, con la participación masiva de la ciudadanía en donde triunfó una opción de oposición y de izquierda.
En 2018, México ha confirmado que tiene elecciones auténticas en donde se garantiza el derecho de sufragio universal, libre, secreto y directo.
En suma, nuestra democracia y nuestro sistema electoral actual son resultado de aquel 2 de octubre y de un dilatado proceso de transición de poco más de 40 años, en el que han destacado grandes e importantes reformas electorales. Es importante decir que este andamiaje legal, pese a sus defectos, funciona y funciona bien.
[1] Franco González Salas, José Fernando (2003) “Un testimonio de la conquista del control judicial en materia electoral y de su institucionalización” en Testimonios sobre el desempeño del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y su contribución al desarrollo político democrático de México, México, TEPJF, pp. 94-95.
[2] Madero, Francisco Ignacio, Apuntes políticos 1905-1913, México, Clío, 2000, p. 75.