domingo, 3 de junio de 2018

Legitimidad y Confianza: La ruta para una justicia electoral plena

El proceso electoral que estamos pasando ha dado rienda suelta a la actividad política y la competencia por el poder que en ocasiones suele despertar ánimos muy encendidos. Sin embargo, en aras de garantizar la legalidad, la certeza y la equidad las juezas y jueces sometemos estas pasiones a juicios razonados, y desprovistos de este tipo de emociones: las sometemos al Derecho.

Ante este panorama, quiero dedicar esta entrada a lo que de fondo debe ser la justicia electoral. La justicia electoral desde mi punto de vista es garantizar confianza ciudadana en los procesos comiciales y en sus resultados, por ello es por lo que quiero hablar de legitimidad, legitimidad de las elecciones, de las autoridades electas y del régimen democrático.


La legitimidad es un concepto clave para entender el funcionamiento del Estado y las percepciones o valoraciones que la ciudadanía y actores políticos tienen de él. Se trata de un concepto amplio y que puede ser definido de distintas maneras desde las perspectiva jurídica, sociológica, ética, filosófica o de ciencia política. Pero creo que más allá de las distinciones que pudiéramos encontrar en las definiciones en la literatura, se trata de una justificación del poder que reconoce, a quien lo ostenta, la autoridad y capacidad de ejercerlo.


Al mismo tiempo, siendo una justificación del poder que a lo largo de la historia elegimos para abandonar la legitimidad tradicional, que justificaba el poder a partir de las costumbres o la voluntad divina, como de la legitimidad carismática, que reconocía como fuente del poder a las cualidades y características del líder y transitar a la legitimidad legal-racional, es decir, el procedimiento de designación de los gobernantes es electivo, bajo el nombre de democracia representativa, se debe tomar en cuenta que:

  • Únicamente quienes han obtenido el poder a través del mecanismo electivo tienen el titulo para ejercerlo.
  • Para la ciudadanía, implica el reconocimiento del sistema político, sus instituciones y de su poder como el más adecuado, así como el acatamiento de las decisiones, aunque no se esté de acuerdo con ellas.

Ahora bien, esto no es suficiente para que un gobierno sea considerado como legítimo. La historia nos relata muchos ejemplos de gobierno que, aunque fueron electos democráticamente, han perdido la legitimidad por no haber atendido las demandas de la ciudadanía. De ahí que la legitimidad requiere no solo de procedimientos, sino también de los contenidos de las decisiones y de resultados que estas producen.


De ahí la importancia de que las y los jueces desempeñamos este rol muy importante y muy sensible para la democracia, de fungir como contrapesos a las decisiones tomadas por las mayorías, para asegurarnos que estas no impliquen en ningún momento afectación indebida o excesiva a los derechos de las minorías o a los principios fundamentales de una democracia. Sin embargo, nuestras decisiones pueden ser cuestionadas o consideradas como carentes de legitimidad, por ello, dotar nuestras sentencias de legitimidad es un reto al que nos enfrentamos como juzgadoras y juzgadores. 


En este sentido, me parece importante mencionar el análisis de Richard Fallon, profesor de Universidad de Harvard, en su libro Derecho y legitimidad en la Suprema Corte,[1] donde expone la legitimidad de las decisiones de la Corte Suprema estadounidense desde una perspectiva interdisciplinaria, conjugando el análisis desde derecho, filosofía y ciencia política. En esta aproximación Fallon logra contextualizar las decisiones de las cortes y la evaluación que de estas hacen los políticos, los académicos, y la ciudadanía.


Fallon señala que la valoración de las decisiones de las cortes depende siempre de las posturas políticas e ideológicas de quienes emiten estas evaluaciones. Es decir, más allá de los requisitos procedimentales, de la construcción institucional, el papel decisivo en esta evaluación la toma la coincidencia de posturas de quien valora con la decisión tomada. Como suele suceder también en otros ámbitos, solemos ser más benévolos con lo que concuerda con nuestras preferencias o visiones, y juzgar con más dureza las decisiones con las que no estamos de acuerdo.


En estos casos particulares, en los que una parte de la opinión pública considera que la decisión tomada por el órgano jurisdiccional es un error, incluso uno grave, la legitimidad se dotar de razón nuestras decisiones. En ese sentido, para que nuestras resoluciones sean legítimas es necesario que contengan tres elementos:

  • PRIMERO: Debe mantenerse dentro de los márgenes de la legalidad. Este requisito implica que, a pesar de no estar de acuerdo con el sentido de la decisión, incluso sus críticos debieran admitir que este cabe dentro de las interpretaciones posibles de una norma específica.
  • SEGUNDO: La decisión debe mantenerse dentro de los límites de la razonabilidad. Esto significa que la interpretación esté dentro de lo viable y aceptable. No puede ser una decisión que calificaríamos como descabellada, sino que debe contar con, lógica y congruencia interna. Eventuales desacuerdos deberían versar únicamente sobre la cuestión del grado, pero no cuestionar de manera tajante la existencia de estos parámetros.
  • TERCERO: La resolución debe ser fundamentada y coherente con las decisiones previas, y los jueces que la toman deben ser genuinamente convencidos de sus posturas. Esta integridad de las resoluciones debe verse reflejada en la congruencia de toda una lógica detrás de las decisiones y argumentaciones de los jueces. Por supuesto, ello no significa que un tribunal no pueda cambiar de criterio – siempre y cuando lo haga de forma abierta, haciendo patentes los razonamientos que lo llevaron a una nueva reflexión y adopción de un criterio distinto-.

Como lo señala con tanta claridad Fallon: “podemos respetar a los jueces con los que no estemos de acuerdo, si este desacuerdo es cuestión de principios. Podemos respetar también a los jueces que cambian de opinión, mientras provean argumentos para hacerlo, en los que crean y a los que pretenden apegarse en el futuro. Pero nuestro respeto por los jueces –y nuestra apreciación de las decisiones judiciales y su legitimidad– se vería afectada gravemente si llegásemos a ver a los jueces como manipuladores y cínicos cuyos argumentos carecen de integridad”.[2]


A través de estos elementos podemos lograr que las decisiones de un órgano judicial, encargado de resolver conflictos e interpretar la Constitución, sean legítimas.


En suma, debemos evitar caer en complacencia y llegar a considerar que, si en algunas ocasiones o durante un tiempo unas decisiones fueron aceptadas, siempre será así.


Debemos tener conciencia de que es necesario convencer a la ciudadanía, a la opinión pública en general, no a otras abogadas y abogados que pueden analizar nuestras resoluciones a partir de los parámetros propios de la disciplina, sino a las personas comunes y corrientes, para que acepten nuestras decisiones.

Debemos, como dice Breyer, convencer a través de la aplicación de la Constitución, del respeto al Estado de Derecho, de la racionalidad, de la legalidad, de los valores democráticos, de los derechos y de la libertad.


Las cortes y tribunales estamos llamados a proteger la legalidad y los derechos, imponiendo límites al ejercicio del poder y eliminando la posibilidad de actuación arbitraria, con el objetivo de proteger los derechos. De ahí el origen y la justificación de control judicial, que no es más que el control sobre la constitucionalidad y la legalidad de las decisiones que expresan la voluntad política de los poderes ejecutivo y legislativo. Justo este sometimiento de la política al Derecho es, para el célebre jurista alemán, Dieter Grimm[3], la esencia del constitucionalismo.


La sola investidura de jueces y juezas no es suficiente para generar y mantener la legitimidad y confianza ciudadana. Para dotar de legitimidad nuestras decisiones, debemos tener conciencia de que necesitamos trabajar para lograr la aceptación por parte la ciudadanía. Asimismo, debemos ser conscientes nuestro actuar ante la ciudadanía ya que, nuestras decisiones afectan de manera directa las vidas de las personas en lo individual, o bien, en una escala macro.


Finalmente, lo que he planteado aquí, es lo que me hace creer que la mejor, o quizá la única manera, de lograr la confianza ciudadana y legitimidad de nuestras decisiones, es a través de nuestras decisiones y, en general, nuestro actuar.

[1] Fallon, Richard F., Jr. Law and Legitimacy in the Supreme Court. Cambridge, Mass.: The Belknap Press of Harvard UP. 2018.
[2] Ibidem, p. 13.
[3] Grimm, Dieter. Constitutionalism. Past, Present and Future. Oxford: Oxford UP. 2016. p. 200.

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