Es un gran gusto participar en este Congreso Internacional con el tema de independencia judicial. Saludo a las y los panelistas de Iberoamérica que nos acompañan en este día, así como a todas las personas asistentes a este evento.
Vivimos tiempos amenazantes para las democracias en el mundo.
Mientras que la aspiración en la segunda mitad del siglo pasado fue la vigencia de sistemas políticos fundados en la igualdad y la participación, hoy advertimos una peligrosa tendencia a rechazar escuchar a otros que están en desacuerdo con nosotros.
Cada vez hay menor disposición política a considerar diferentes puntos de vista, excepto para condenarlos o ridiculizarlos en la discusión pública.
Si bien la verdad nunca ha sido identificada como una característica de la política, los crecientes discursos populistas y autoritarios en las diferentes regiones del mundo están siendo empoderados por personas que no sólo niegan la verdad, sino que buscan moldear al mundo conforme a sus mentiras.
Con anterioridad, las mentiras servían al propósito de ocultar la verdad.
Hoy se fabrican imágenes que se vuelven una realidad para quienes han visto incumplidas sus aspiraciones en los regímenes democráticos, ocultando con ello las verdaderas causas que agravan la desigualdad, que oprimen a quienes se encuentran vulnerables y que confrontan a poblaciones enteras al convertirlas en enemigas.
El debilitamiento de las ideas que sostienen a las democracias tiene como consecuencia que los logros civilizatorios que hemos alcanzado sean pervertidos y desvirtuados.
Mientras que el reconocimiento universal de los derechos humanos ha significado un extraordinario avance moral que se ha convertido en una poderosa herramienta para proteger la dignidad e integridad de las personas a través de los recursos de los Estados, hay quienes pretenden minimizarlos como simples privilegios que favorecen a unos cuantos.
Mientras que los límites institucionales al poder político han prevenido el avance de los autoritarismos, hay quienes se empeñan en presentar a los pesos y contrapesos que impiden la acumulación del poder en unas cuantas manos como un estorbo para alcanzar los objetivos planteados desde las mentiras que pretenden dividir.
Esta acumulación de poder y negación de la dignidad universal de todas las personas es endeble porque no hay mentira que pueda sostenerse por mucho tiempo frente a la realidad. Sin embargo, esto tiene como consecuencia que el debilitamiento del poder político tenga que ser suplido por el uso de la fuerza.
La participación democrática previene el uso de la violencia porque nos permite dialogar, negociar, acordar y, en especial, reconocernos como parte de una misma comunidad.
Cuando perdemos la imagen del otro como una persona que merece ser escuchada y sus necesidades tomadas en cuenta, lo vemos como a un enemigo que debe ser derrotado. Se convierte en una amenaza para aquello que valoramos no por sus virtudes, sino por el miedo que nos han fomentado.
Frente a este panorama, es difícil no caer en la tentación de un cinismo político. Pareciera más fácil aceptar las mentiras.
Sin embargo, el valor de resistir a esa tentación radica en lo preciado de todo aquello que se encuentra amenazado.
Ante la mentira que se construye para defender los privilegios de unos cuantos, debemos reivindicar la verdadera voluntad popular que se encuentra plasmada en las constituciones que dan forma a nuestros estados.
Mientras que la política es inestable y se basa en ideas en conflicto, las normas constitucionales deben ser el resultado de consensos generales en los cuales estén representados los intereses mínimos indispensables para la comunidad.
Los acuerdos constitucionales significan el punto de encuentro de nuestras libertades, el reconocimiento de nuestra igualdad al interior de nuestras comunidades y, sobre todo, el plan de ruta a través del cual debemos hacernos responsables para asegurar el bienestar colectivo.
Entonces surge la pregunta de a quién le corresponde vigilar que las constituciones prevalezcan frente a las tentaciones expresadas a través de las pasiones políticas. La respuesta a esta interrogante ha sido resuelta desde hace tiempo en la figura de los poderes judiciales.
La importancia que existan personas juzgadoras que decidan controversias conforme a lo que mandatan las constituciones y no conforme a lo que ordena la política puede explicarse en oposición a dos mecanismos utilizados por los actores políticos en contra de la judicatura:
El primero de estos mecanismos es la estigmatización desde el poder político de las personas juzgadoras. Es común el ataque basado en la idea de que quienes integran los órganos jurisdiccionales carecen de legitimidad debido a que no son personas electas mediante voto popular.
Esta crítica pretende desconocer que existe el acuerdo constitucional que reconoce las bases de la legitimación de la judicatura y la necesidad de controles para la política, que la encausen hacia el que debe ser su objetivo: la protección y garantía de los derechos de todas las personas.
Si esta tarea se dejara a los procesos políticos, la historia ya nos ha demostrado que las personas que sean señaladas como diferentes serán excluidas.
Es necesario que haya autoridades que no obtengan su sentido público del clamor popular, sino de confrontarlo mediante razones y argumentos cuando las mayorías amenacen la integridad y subsistencia de la comunidad misma, al pretender excluir o dañar a quienes ha sido retratados como una amenaza.
El segundo mecanismo es la desnaturalización del trabajo de quienes imparten justicia, con el objetivo de vaciar sus decisiones de su contenido jurídico.
Mientras que en la política debe privar la negociación y la construcción de acuerdos, las decisiones judiciales no pueden quedar sujetas a la transacción de intereses, sino a lo que ordena la ley.
Dado que la voluntad estable de la comunidad ha quedado expresada en la constitución y esta tiene continuidad en el tiempo gracias a las salvaguardas que impiden su modificación sin consensos políticos, los discursos populistas identifican como una amenaza a quien tiene el encargo de hacer valer esa voluntad.
Por ello, pretenden desprestigiar a los acuerdos constitucionales mediante el ataque a las decisiones judiciales que los hacen valer. Al quedar fuera de su capricho político, las sentencias como ejercicios argumentativos desde la constitución significan un acto de autoridad que no debe ser negociado o impuesto sin razón.
Cuando atacar a quien imparte justicia y a las razones de sus decisiones no es suficiente, la política autoritaria recurre a desinformar. Cada decisión que no favorece a sus intereses es presentada como la respuesta a otras razones y agendas.
Estos ataques ilustran la necesidad de contar con poderes judiciales que sean independientes de las inercias políticas y que cuenten con las garantías institucionales suficientes para hacer prevalecer la constitución frente a las amenazas autoritarias.
Asegurar que las decisiones judiciales correspondan con la ley es una labor que requiere órganos de justicia sólidos. Que cuenten con los recursos presupuestales y el respeto de los otros poderes a su labor que sea consecuente con la importancia de su mandato.
Este mandato no es otro, sino el de proteger y garantizar los derechos de todas las personas. Lo cual, entre menos democrático sea un régimen, es una tarea que se vuelve más difícil y que genera mayores confrontaciones entre los poderes judiciales y los poderes políticos.
Cuando el poder político se impone, entonces no hay participación, no hay diálogo y son pocos los intereses que importan, en desmedro de las necesidades ciudadanas que requieren de la acción e intervención del Estado.
Por ello, las personas juzgadoras requieren de fuertes condiciones de independencia para que sean capaces de valorar cada caso por sus méritos. Atendiendo a las razones del derecho, a los hechos de la controversia y al mandato de protección de los derechos humanos.
La oportunidad de que una decisión judicial sea el resultado de procesos que sirven para depurar la verdad frente a los discursos basados en mentiras significa una de las mayores protecciones que podemos ofrecer a quienes son agraviadas.
La confianza que deposita al presentar una demanda quien ha sufrido las arbitrariedades del poder debe ser respondida y atendida por instituciones de justicia capaces de señalar los abusos y de ordenar su reparación.
Al dar la justa dimensión al mandato judicial es que resulta evidente la necesidad de proteger la independencia de los y las juezas desde los textos constitucionales. La función revisora a través del control constitucional significa atemperar los tiempos de la política para que estos no dejen fuera a nadie y su naturaleza confrontativa no sacrifique el bien común.
Solo entendida así la independencia judicial es que la judicatura podrá hacer frente a las amenazas que han ido en incremento recientemente y que son consecuencia de los difíciles tiempos que vivimos en los que los deseos autoritarios deben ser confrontados para que prevalezcan las libertades y oportunidades que dan forma a las democracias.
Esto significa que la independencia no tiene un valor en sí misma, sino que su valor es instrumental. Es decir, la independencia valdrá tanto como el uso que se le dé.
Mayor valor tendrá la independencia judicial si esta sirve para que quien se encuentra oprimido encuentre un tribunal dispuesto a escucharle y garantizar sus derechos. A proteger su dignidad. A poner de lado a las presiones y a alejarse del ruido de los clamores políticos, para decidir conforme a lo que mandata la constitución, que no es otra cosa que la máxima expresión de la soberanía popular.
Sin embargo, su valor será menor cuando nuestras sentencias no sean sensibles a las causas justas y protectoras de quienes necesitan de un poder de la Unión que escuche a las minorías.
En eso tenemos una corresponsabilidad. La independencia judicial no se construye de forma aislada, sino que depende de todos los juzgados y tribunales que conformamos a los poderes judiciales.
En cada sentencia tenemos la oportunidad de afianzar o debilitar la independencia de toda la judicatura, pues las grietas de una decisión alejada de nuestro mandato son los espacios a través de los cuales el oportunismo político habrá de abrirse paso para minar la integridad y valor de nuestra decisiones.
Por ello requerimos tribunales fuertes e independientes para proteger a quienes no lo son.
Construir y defender poderes judiciales independientes implica entender al poder no como la capacidad de imponer a los demás una decisión, sino, como escribiera Hanna Arendt, como la capacidad de actuar en concierto.
El poder nunca es propiedad de un individuo: pertenece a un grupo y sólo existe mientras el grupo se mantiene unido.
La unidad que requiere un poder judicial fuerte debe darse entorno al mandato de protección de los derechos y la independencia comienza con la conciencia de cada persona juzgadora de asumirse responsable de cumplir con ese mandato.
Si somos capaces de demostrar ese compromiso en nuestras sentencias, entonces las salvaguardas en las normas constitucionales encontrarán razón de ser y podremos apelar a la responsabilidad democrática de la comunidad para defenderlas.
Los regímenes autoritarios pretenden imponer una forma única de vida.
Tener opiniones diferentes y ser conscientes de que otras personas piensan distinto sobre el mismo tema nos protege de falsas certezas que detienen toda discusión democrática. Fingir que existe algo como una opinión pública unánime elimina a quienes difieren, porque la unanimidad masiva no es el resultado de un acuerdo, sino la expresión de fanatismos.
Por ello, reivindicar la independencia judicial significa defender la libertad a la diferencia. A que los temas de la vida pública deben ser discutidos y las razones deben imponerse frente al uso de la fuerza.
Esa misión encomendada a los poderes judiciales nos exige resolver cada caso con la mayor responsabilidad y ética.
Para que las leyes que nos hemos dado como comunidad no sean letra muerta necesitamos que las personas juzgadoras seamos demócratas. Personas comprometidas con el respeto y protección de los derechos humanos y vigilantes de que el poder político jamás se utilice para atentar contra los pilares que sostienen al desarrollo democrático de nuestros estados de derecho.
La independencia judicial se exige respecto de los otros poderes, pero se construye a través de cada sentencia.
Por eso, ser independientes nunca significa ser ajenos a las necesidades sociales. La independencia debe ser la condición que nos permita escuchar los dilemas de la ciudadanía y responder con la contundencia que la protección de sus derechos nos exige.
Hoy que la independencia judicial está en riesgo y bajo ataques constantes por parte de los actores políticos, debemos ser firmes en su defensa, pero siempre actuando con prudencia, neutralidad y responsabilidad.
Debemos advertir a la sociedad los riesgos de los retrocesos autoritarios, pero también debemos demostrar nuestro compromiso democrático en cada resolución. Solo de esa forma daremos valor a la independencia que defendemos y podremos sumar a la ciudadanía en la lucha por su respeto.
Agradezco su atención y les deseo mucho éxito en las conferencias y mesas de reflexión de este día, en favor de la independencia judicial.
Muchas gracias.