viernes, 14 de diciembre de 2018

A 70 años de la Declaración Universal de los DDHH

En su preámbulo, la Declaración Universal señala que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana.


No cabe duda, que la igualdad es lo que sostiene el andamiaje jurídico y moral de los derechos humanos y de que la democracia es el sistema que permite su ejercicio.

Lo que nos une es nuestro ser digno y la dignidad es la cualidad que hace a un ser merecedor de tener derechos[1]. Así, nadie, sea cual sea su sexo, género, religión, raza, origen étnico, discapacidades, preferencia y/o orientación sexual, puede ser despojada o despojado de ese derecho a tener derechos.

En eso consiste la universalidad de los derechos humanos, la cual debe reflejarse en la integración y agenda de los espacios públicos de debate y toma de decisiones.

Entonces, la universalidad se materializa en la posibilidad de que las mujeres y sus intereses sean representados; en que puedan votar, ser electas y ejercer un cargo público, todo ello, en condiciones de igualdad y libres de violencia. Se materializa en leyes, políticas públicas y sentencias que reconozcan sus derechos y transformen las estructuras que no les permiten ejercerlos en plenitud.

En tanto la democracia implica inclusión y representación, me parece que hace apenas muy poco tiempo podemos hablar de ella. Las mujeres mexicanas hemos sido incluidas y representadas en un pasado muy resiente. Podemos votar hace 65 años y no ha sido hasta este proceso electoral que alcanzamos un congreso casi paritario.

Faltan muchos indicadores por palomear: gobernadoras, ministras, juezas, entre otras cuestiones como la no violencia y el reconocimiento de las labores de cuidado.

La insistencia por la igualdad encuentra justificación fáctica en el hecho de que es una aspiración aún no concluida. Pensemos en el reconocimiento de los derechos de las personas que trabajan en nuestras casas (en su mayoría, mujeres[2]); los derechos de las personas migrantes, adultas mayores o con discapacidad; mujeres y pueblos indígenas los derechos de quienes no piensan y actúan como nosotras y nosotros.

A toda violación de un derecho humano le subyace una idea de inferioridad en un profundo desconocimiento de la dignidad de la persona.

En efecto, no reconocer los derechos laborales de quienes trabajan en nuestras casas; pagarle menos a una mujer que a un hombre por una actividad igual; no contratar a una mujer porque está en edad reproductiva; no valorar curricularmente las labores de cuidado; el acoso laboral y sexual; la violencia política de género… todo ello, responde a la idea de que lo que tienen que ofrecer las mujeres está exento de valor y, en algunos casos, que pueden ser consideradas como cosas, como no humanas.

Así, la aspiración de la igualdad es construir otredades armoniosas y empáticas entre sí, con cabida en el espacio público. La democracia es lo que da entrada en términos políticos y de representación a la otredad, a sus proyectos y posturas.

Desde un punto de vista feminista, la democracia es la vía para equilibrar las asimetrías de poder y lograr que todas las personas estén en condiciones de diseñar y ejecutar un proyecto de vida, de tal forma que ser persona no dependa de la suerte de nacer en un contexto afortunado o no afortunado.

La Declaración Universal detonó la adopción de una serie de instrumentos y mecanismos internacionales, entre ellos, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer.

Esta Convención fue necesaria dado que la narrativa genérica de la igualdad establecida, entre otros, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, no fue suficiente. Hacía falta un instrumento específico que delimitara obligaciones claras a los Estados para que se hiciesen cargo de la violencia contra las mujeres.

Así, como he dicho en otras oportunidades, tanto la Declaración, como la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, nos dicen cómo es la vida que merecen las mujeres y cuáles son los parámetros conforme a los que las autoridades habremos de guiar nuestro quehacer para que esa vida se materialice, para que la subjetividad de las mujeres no sea relativizada.

Con motivo del cincuenta aniversario de la Declaración Universal, Mary Robinson, en ese momento, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, señalaba: Millones de personas continúan viviendo en condiciones en las que la Declaración Universal sigue siendo tan solo una promesa de una vida mejor[3].

Los derechos humanos no pueden ser una promesa y mucho menos una promesa incumplida. Es inaceptable que esa afirmación hecha hace veinte años sea vigente.

Tan es vigente que hoy, en el ámbito político-electoral se siguen planteando en sede judicial conflictos vinculados con la paridad y la violencia política en razón de género.

Lo he dicho en muchas oportunidades. Está en manos de las autoridades hacer que esto cambie y, justamente, la Declaración Universal y los tratados internacionales constituyen herramientas para lograrlo y es nuestra obligación como funcionarias y funcionarios y es nuestra obligación darles una vida digna a hombres y mujeres .


[1] José Antonio Estévez Araujo, La Declaración Universal de los Derechos Humanos. Comentario artículo por artículo. Asociación para las Naciones Unidas en España. Icaria – Antrazyt, Barcelona, 1998. Pág. 105, correspondiente al comentario del artículo primero.
[2] En los últimos días ha habido avances importantes, como el Amparo Directo 9/2018 resuelto por la Segunda Sala de la SCJN que reconoció que es discriminatorio excluir a personas empleadas del hogar (mujeres en su mayoría) del régimen obligatorio del IMSS. Asimismo, se ordenó la implementación de un programa piloto para diseñar y ejecutar un régimen especial de seguridad social, ello con el fin de que el IMSS esté en posibilidades de proponer al Congreso las adecuaciones necesarias para la incorporación del nuevo sistema especial y que, en no más de 3 años, se logre obtener la seguridad social suficiente y efectiva para ellas.
Asimismo, el Senado de la República ha realizado esfuerzos para que sea ratificado el Convenio 189 sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos de la Organización Internacional del Trabajo.
[3] Mary Robinson, La Declaración Universal de los Derechos Humanos. Comentario artículo por artículo. Ob. Cit. Pág. 12, prólogo.

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